viernes, 26 de julio de 2013

LA MONTAÑA QUE HABLA




Las montañas más altas son interiores. La del Ego es la más empinada y difícil de vencer… Pero “el que busca apoyo en el Señor se parece al monte Sión: es inconmovible y estable para siempre” (Salmo 125, 1)


                                                  

                                   


Al arrastrarse por interminables senderos de herradura que a veces alcanzaban más de 4500 metros sobre el nivel del mar, Jeremías conoció la embriaguez de las alturas causada por la majestuosidad de los paisajes, y también por la falta de oxígeno.

Como se lo había anticipado Don Marcos, un venerado anciano conocedor de los cerros,  Jeremías tuvo frío, tuvo calor, tuvo sed y se cansó muchísimo.  Pero como había cumplido al pie de la letra los consejos del viejito,  Jeremías no murió.

Desde un principio, sin embargo, se había apunado. El acullico de hojas de coca que destilaba energías telúricas en su boca ciertamente le ayudaba a soportar el mal de las alturas, pero no se lo quitaba.

Su visita a las pequeñas comunidades de pastores de ovejas esparcidas en alta montaña y con enormes distancias entre ellas, duró veintitrés días.  Dolores de cabeza, mareos, zumbidos de oídos y ahogos lo acompañaron por todo el camino. Jeremías estaba hecho un zombi. Con todo andaba feliz, pues se iba al encuentro de los últimos, que son los primeros en el Reino de Dios.

Estaba fascinado por la Montaña que ora lo dominaba con soberbia y fría altivez, ora lo llamaba con los brazos abiertos y el cariño de  una madre buena.  Cuando se acordó de que la gente de “antes” contaba  que las montañas sabían hablar, se sonrió y, volviéndose hacia su baquiano, le preguntó:

-¿Será cierto, Antolín, que las montañas hablan?

- ¡Claro que sí!, le contestó el baquiano. Háblele y usted verá.

Jeremías sonrió otra vez y siguió camino. De repente se detuvo, quedó quieto un buen rato, y luego paró el oído hacia la cabeza más alta de la Montaña. Con voz baja para que no lo oyera el baquiano, dijo a la Montaña:

- Dale, Montaña, hablame, a ver.

La Montaña no dijo ni mu.

Jeremías suspiró y se puso de nuevo en camino.  Lo envolvía un silencio total que apenas rompían las piedritas que chirrían bajo los pasos de los dos caminantes, o chocaban con los cascos de las dos mulas y del burrito que los acompañaban.  No le extrañaba que la Montaña no hablara como los humanos. Su lenguaje tenía que ser diferente. Dirigiéndose a su corazón, le dijo:

-      Escuchá, corazón mío, vos que entendés todos los idiomas, pará el oído a ver si la Montaña habla. Después me contás.

Iba a pasos lentos, mascando coca, fascinado por el azul profundo del cielo que ni una sombra de nube manchaba. No se cansaba de contemplar la diversidad del paisaje, aquí agreste, rudo, hostil, allí desplegándose al infinito como un mar de pasto tierno y luminoso.

Al pasar por desfiladeros atestados de enormes rocas o al rozar abismos vertiginosos, Jeremías se decía a sí mismo: “Viejo, si subieras a la punta del Zucho que te está mirando desde arriba, estarías a 5100 metros sobre el nivel del mar y las estrellas serían tus vecinas, pero con sólo dar un paso en falso, en menos de quince segundos te estrellarías en el fondo del abismo...”.  En ese momento preciso fue cuando el corazón de Jeremías, que bombeaba cada vez con más dificultad, se decidió a hablar. Con jadeos dijo:

-      No dudes más, Jeremías, las montañas hablan. Escuchá lo que te manda a decir el  Zucho. Dice que la vida es como la montaña, inmensa y maciza, con subidas y bajadas, crestas y quebradas más grandes todavía que las que aquí se despliegan ante tus ojos.

De lejos te muestra una cara, de cerca te deja ver mil otras. Nunca es  igual, pero siempre es la misma. Cuando creés que la vas a alcanzar, ella se desvanece, y cuando sentís que nunca vas a llegar, te aparece muy cerca a la vuelta del camino. 

Si querés saber cómo es la vida, observa la montaña. A veces se muestra la cara, otras veces hace como si no existiera.  En ella son pocos los trechos rectos, y el  camino más corto es a menudo el que te parece más largo… A veces, para mejor subir tenés que bajar,  y para bajar, tenés que subir, culebreando de  la derecha a la izquierda y de la izquierda a la derecha,  porque no hay otra…

La vida, como la montaña, te exige todo pero todo te da. Puede ser que agote tus fuerzas, pero  ella, sin fallar nunca, soporta tu peso y cuida cada uno de tus pasos. Sin ella ¿adónde irías cuando con ella podés alcanzar cumbres? Porque la vida, como la montaña,  siempre busca levantarte por encima de cuanto tiende a empujarte hacia abajo.

Al igual que la montaña, la vida es recia con los que quedan a medio camino; si no vas siempre para arriba, te deja caer rodando. Y si te dejas embriagar por las alturas, lo mismo. 

Así sucedió con muchos grandes hombres, intelectuales, políticos y religiosos que comenzaron bien en la vida pero terminaron hechos unos monstruos por haber dejado que los humos del poder les enturbiaran la cabeza y endurecieran el corazón.

En una palabra, la vida, como la montaña, te saca de la nada y te alza a lo alto. Lo que antes te parecía pequeño ahora lo ves muy grande y lo que te parecía grande de pronto se te muestra muy pequeño.

Y, por si no lo has entendido aún, lo de la Montaña es el espejo del viaje interior de todo humano que busca su ser verdadero y que,  por el mismo camino, puede encontrarse con su Dios.

A Jeremías le dio un escalofrío, pero estaba contento, pues la montaña le había hablado.

Se acordó  de las muchas montañas sagradas en las que Dios se manifiesta a los valientes de la China, de la India, de América y de todos los continentes que,  por sendas y con miradas distintas, las escalan para buscar la luz y la misericordia del Cielo.

Se acordó también de los cerros santos de la Biblia: el Sinaí, la montaña de fuego en la que Dios habló a Moisés y donde, en una brisa suave, le insufló un aliento nuevo a Elías; Sión, el humilde monte donde Él plantó su morada; aquel cerro de Galilea donde Jesús reveló el camino de luz de las Bienaventuranzas; el cerro Tabor donde mostró el sol fulgente que tenía encerrado  bajo la envoltura de su cuerpo; el triste cerro Calvario  donde el amor extremo logró eclipsar la luz del mediodía. Y la  Resurrección de Jesús, que es la deslumbrante cumbre de la evolución humana y el coronamiento del cosmos a través del cual el universo penetra en Dios y Dios en el Universo.  

En las tradiciones andinas siempre perduró esa creencia de que en los cerros más altos viven los Apu, Señores de la montaña, y en los más bajitos, los Auki. Hoy, esa creencia se difuminó bastante, lo que a Jeremías le daba lástima.

Pues le gustaba imaginar en la punta de cada cerro, grande o chico, un ser celestial de chullo, poncho, chuspa y ojotas, sentado de cuclillas y con brazos cruzados, coqueando  y cuidando a la gente valiente de los valles y de los pueblos,  junto con sus animalitos y sus casitas, protegiéndolos contra los vientos que escupen piedras, las bestias que se comen las ovejas, las nieves que cortan los caminos y escarchan los sueños.   

Claro que esto no estaba escrito en la Biblia oficial, pero le parecía suficiente que figurara en la Biblia del pueblo, porque, según él, Tata Dios había escrito en el corazón de cada pueblo una Biblia que completaba la otra.

Mientras más alto era un lugar, más se lo estimaba cerca del cielo y de los dioses. Se suponía que era en ese lugar donde la Divinidad paraba cuando bajaba a la tierra para visitar a los humanos. Era, por lo tanto, un lugar altamente sagrado al cual sólo se podían acercar con temblor y con los brazos cargados de ofrendas, los “iniciados”, los con-sagrados, los santificados y los promesantes.

Era el lugar donde Dios bajaba hacia el hombre y desde el cual esperaba que el hombre subiera hasta Él. El lugar donde el Cielo se casaba con la Tierra y donde la Divinidad y la Humanidad formaban una sola carne.

No había religión sin el esfuerzo de arrancarse al barro para alzarse hacia lo alto; no había religión sin el intento de salir de la prisión de tierra de uno para alcanzar al menos el fleco del manto extraño y asombroso de la invisible divinidad. No había religión sin alguna forma de cruz, sin algún sacrificio, sin alguna niebla, o sin una fe profunda y una inconmensurable esperanza.

Bien se sabe que Dios no vive arriba ni abajo y que está más cerca de uno que uno está de sí mismo. También se sabe que no son los dones sino los vacíos nuestros los que más mueven su corazón. Pero resulta difícil entender la Biblia oficial, piensa Jeremías, si no cruzamos la vida como una tierra de altas montañas,  brincando de arrebatos a depresiones y de precipicios a planicies de luz para alcanzar a vislumbrar, más allá de todo horizonte, una centella de nuestro ser verdadero y de lo que nos espera al final de la gran aventura humana.

Pues creemos firmemente que vendrá el día en que “las montañas se derretirán como cera ante el Amo de  toda la tierra y que a todas las naciones se proclamará su justicia” (Salmo 97, 5).  “Todas las quebradas serán rellenadas y todos los cerros y lomas serán rebajados; las cuestas se aplanarán y las colinas quedarán como un llano, porque aparecerá la gloria del Señor y todos los mortales a una lo verán” (Isaías 40, 4-5).

                                                                          Eloy Roy






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